Son las siete de la tarde... la una en Madrid. Al mirar por mi nueva ventana veo cielo azul y árboles y edificios altos y feos y la telaraña que poco a poco teje la araña que despedí de mi habitación en los primeros días. Ayer estuvo a punto de atrapar a una polilla.
No tengo fotos que enseñar de mi viaje a New York porque dejé la cámara en Madrid y tuve que utilizar cámaras desechables. Todavía no me he atrevido a revelar los carretes. Temo que no salga ninguna fotografía. Tampoco tengo ninguna imagen que mostrar de Ottawa... por ahora. Hoy me he comprado otra cámara. Intento pensar que en realidad mis gastos no son tan gigantescos como parece, que el dólar canadiense tiene poco valor... pero en estos días he pagado la residencia y el seguro médico, he comprado libros y platos y cubiertos, he comprado comida y tarjetas telefónicas. El lunes me apuntaré a un curso de primeros auxilios y a una excursión de tres días por las montañas de NY y a otra explorando cuevas y a varios cursos de baile. Y todo cuesta dinero y tengo que tener cuidado. Debo pensar en los gastos, en mis ahorros, en mis planes. Debo pensar en dinero y en tiempo. Me encierro en mi habitación, abrazo la almohada y trato de dormir. Y no puedo pensar en esas cosas materiales... de alguna forma creo que es de mala educación, vulgar.
Tumbada en mi nueva cama, con un colchón de verdad, pienso... pienso que no sé muy bien por qué estoy aquí. Pienso que quedan más de cien días para Navidad. Pienso que si no estuviese aquí estaría en Madrid y que sería peor, porque los edificios son más altos, los mendigos no te desean un buen día, los dependientes no te preguntan cómo estas, no barcos aparcados en medio de la calle, ni hombres que pasean papagayos. Aquí puedo ver las estrellas por la noche, a través de mi telaraña.
Vi New York y me gustó. El Greenwich Village, con sus clubs de jazz, la universidad, los restaurantes exóticos y las escaleras de incendios. Fui al Village Vanguard y a Broadway y a Long Island. Tomé pizza y smoothies y muffins y ensaladas y sushi. Después Sam me llevó a su casa, al norte del Estado. Me recordó a Rusia... o tal vez a mi idea de Rusia. Verdaderos bosques, riachuelos salvajes, lagos en calma, animales de todas clases. Vi casas mágicas y conocí a personas mágicas, como Emma, la hermana pequeña de Sam, un elfo de tirabuzones largos. Me columpié en un verdadero columpio en un árbol. Paseé por los campos que pertenecen a la familia de Sam, campos de flores salvajes. Nadé en un lago con un bañador de flores y vuelo, de Barbara, la madre de Sam. Canté canciones en un coche, miré las estrellas. Lloré un poco o demasiado... porque estaba en el lugar más maravilloso del mundo, pero sólo era una visitante. No pertenecía a esos árboles ni a sus leyendas. Los amigos de Sam no eran mis amigos y sus bromas no eran mis bromas. Fuimos a la fiesta de la cosecha, en un gran cobertizo. Había una banda y gente bailando y muchas mesas con comida y niños corriendo. Muchos me hablaron. Muchos se interesaron. Pero yo me sentía fuera de lugar.
Eso me entristeció. ¿Quiere decir que pertenezco al mundo real? Al mundo de las ciudades, de los coches, del dinero, de las carreteras, de los rascacielos. Un mundo son bosques, sin elfos, sin cientos de flores y gatos, sin banderas de colores y tortitas de arándanos los fines de semana. Pero tampoco pertenezco a Madrid, ni a Inglaterra. Y cuando llegué a Ottawa y vi que era una ciudad de verdad no pude evitar sentirme decepcionada. No quiero ver edificios altos alrededor. No quiero ver autopistas ni cemento ni capas de contaminación ni polvo ni ruido ni comida rápida en todas las esquinas. Ottawa es hermosa, hay castillos y un verdadero río y ardillas de colores... pero es una ciudad y mi habitación está en la décima planta de un edificio inmenso.
En NY todavía hay parcelas de tierra a la venta. Parcelas grandes, como la de la familia de Sam. Con bosques y ríos y campos y pájaros. Él me dijo que no son muy caras. Quise apuntar algún teléfono y preguntar... preguntar qué... preguntar cuánto cuesta. Dinero. De nuevo. Incluso en los últimos paraísos de la naturaleza se nos obliga a ser materialistas.
Hoy compré una planta y me siento mejor. Se llama Louie y no sé si es un cactus o una flor. Me han dicho que sólo tengo que regalarla una vez cada dos semanas, pero que necesita sol, que no puede estar siempre a la sombra. Tal vez Louie y yo somos parecidos.
Os incluyo una fotografía alegre, de Madrid, en un día soleado, con árboles alrededor.