
De nuevo en Madrid, en el sofá del salón, escuchando a Bob Dylan cantar canciones tristes, tomando zumo de naranja, acariciando el teclado de mi ordenador portátil, con los ojos abiertos y los pensamientos en pausa, un vestido morado demasiado grande y pies descalzos.
He regresado de Italia y he comenzado a trabajar. He visto a mis amigos y he visto a personas que conocía de años anteriores. He paseado por las calles de Madrid. He comprado libros y ropa. He oído bromas y cumplidos. He dormido acurrucada en mi edredón. Me he mirado al espejo más de lo necesario.
No he descubierto nada.
La madre de Dario me preguntó si de verdad tenía que regresar a Madrid, si no podía quedarme un poco más de tiempo. Respondí que tenía que trabajar y estar con mi padre y con mis amigos, porque había estado fuera muchos meses y dentro de poco me voy de nuevo. Ella, al despedirse, me abrazó mucho y me dijo que al irme dejaba un vacío.
Tal vez sólo deje la mitad de un vacío. La otra mitad viaja conmigo, me sigue fiel en todas mis aventuras y expediciones. Ayer sonreí tanto tanto a los clientes. Tanto tanto que toda mi cara parecía una máscara blanda, de plastilina, que se estaba deshaciendo poco a poco.
Podría haberme quedado en Italia otro mes. Trabajar allí en algún lugar, dormir, ir a los lagos varias veces a la semana, seguir pintando mis piernas con heridas gracias a la bicicleta... Dylan canta sobre Italia y corazones solitarios y quejas y arrepentimientos y recuerdos. Las cortinas filtran la luz de la calle y toda la habitación parece estar en una jaula de ámbar, en una gran pecera. Estoy segura de que aunque yo no puedo ver qué hay fuera de estas cuatro paredes, en algún lugar hay observadores que pasean delante de mi pecera, sin detenerse demasiado y sin intentar comprender qué hago aquí. Tal vez de vez en cuando yo me convierto en uno de ellos.

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